LEE ALAN DUGATKIN
Qué es el altruismo. La búsqueda científica del origen de la generosidad.Durante más de cien años la comunidad científica mantuvo un enconado debate acerca del significado del altruismo en los animales y en los seres humanos. Iniciada en 1859, la polémica fue muy relevante porque la posición triunfante determinaría nuestra manera de contemplar el origen de la bondad o de la generosidad –en última instancia, el altruismo tiene que ver con pagar un costo personal para ayudar a otros, es decir, con lo que la mayoría de las personas quieren decir cuando hablan de hacer el bien–.
SINTESIS ARGUMENTAL:
En la discusión participaron biólogos como Charles Darwin y Thomas Henry Huxley, pero también el príncipe ruso Piotr Kropotkin e intelectuales como George Price. Fue, finalmente, la biología la que terminó por resolver la cuestión del altruismo con una ecuación matemática desarrollada por un biólogo evolucionista llamado William D. Hamilton, que comenzó a trabajar en el tema a partir de la década de 1960. Por primera vez, Lee Alan Dugatkin nos da a conocer en esta obra a los protagonistas del debate sobre el altruismo, los temas que abordaron y las pasiones que pusieron en juego, hasta explicar, con asombrosa claridad, la “regla de Hamilton”: la fórmula que redujo el altruismo al frío lenguaje de la selección natural. Los lectores se verán arrastrados por este ágil relato que entreteje la historia, la biografía y la reseña de descubrimientos científicos.SOBRE EL AUTOR:Lee Alan Dugatkin (Estados Unidos, 1962) Estudió biología en la Universidad de Nueva York, donde obtuvo su doctorado en 1991. Ha recibido el premio “Joven científico”, otorgado por el Comité Etológico Internacional, en 1991 y en 1993 y la medalla “Joven investigador” de la Sociedad de Naturalistas Norteamericanos, entre otras distinciones. Su principal área de investigación es la evolución del comportamiento social. Actualmente, estudia la evolución de la cooperación y de la agresión, y la interacción entre la evolución genética y la evolución cultural. Dugatkin es autor de más de 125 artículos sobre evolución y conducta en revistas como Nature, The Proceedings of the National Academy of Sciences y The Proceedings of The Royal Society de Londres. Ha dictado conferencias en muchas de las principales universidades: Harvard, Oxford, Cornell, Chigaco y Cambridge, entre otras. En la actualidad, Lee Alan Dugatkin es profesor y Académico Distinguido en el Departamento de Biología de la Universidad de Louisville.EDITORIAL:Katz Editores PREFACIO:Durante más de cien años, en la comunidad científica se desarrolló un enconado debate acerca de la importancia de las relaciones consanguíneas de parentesco con respecto al altruismo en los animales y en los seres humanos. Iniciada en 1859, la polémica fue muy exaltada pues quien triunfara en ella determinaría nuestra manera de contemplar el origen de la bondad. La razón es muy simple: en última instancia, el altruismo tiene que ver con pagar un costo personal para ayudar a otros, esto es, con lo que la mayoría de nosotros quiere decir cuando habla de hacer el bien. De suerte que, en esencia, una teoría sobre el altruismo es una teoría sobre la bondad.La polémica sobre el altruismo y las relaciones de parentesco sacó a relucir otras cuestiones afines: ¿la naturaleza es un feroz campo de batalla o un paraíso de cooperación? Además, cualquiera que sea la respuesta a esta pregunta, ¿hay una teoría biológica que pueda explicar realmente la situación? En el curso del debate, entraron en él la política, la filosofía, las opiniones sobre la enfermedad mental e incluso la religión, estorbando durante casi un siglo los intentos que se hacían por responder científicamente interrogantes de índole científica. Durante largo tiempo, el papel que cumplían las relaciones de parentesco en el desarrollo del altruismo, humano o no, ocupó a las mejores mentes científicas. Veremos aquí por qué cuatro científicos británicos –Charles Robert Darwin, Thomas Henry Huxley, J. B. S. Haldane y, por último,W. D. Hamilton– consagraron buena parte de su vida profesional al tema del altruismo y el parentesco, y veremos cómo esa obsesión afectó a su propia vida. En el curso de la exposición, encontraremos también al príncipe ruso Piotr Kropotkin, el anarquista más importante de su época, y a dos académicos estadounidenses, el cuáquero Warder Allee y un gigante intelectual que terminó suicidándose y se llamaba George Price.Finalmente, la biología terminó por resolver la cuestión del altruismo y el parentesco consanguíneo con una ecuación matemática desarrollada por un tímido biólogo evolucionista llamado William D. Hamilton. Este hombre apareció en escena en la década de 1960 y utilizó para abordar el problema un enfoque de costos y beneficios que habitualmente vinculamos con la economía. Sumada a su profunda comprensión del funcionamiento evolutivo, esa nueva perspectiva le permitió esbozar de manera nítida y precisa un modelo matemático que explicaba por qué los individuos tratan de manera tan especial a los parientes consanguíneos. Formulado en el lenguaje severo y frío de la selección natural, el modelo de Hamilton se reduce concretamente a la siguiente afirmación: los parientes consanguíneos comparten una gran cantidad de genes, de modo que, ayudando a la familia, uno se ayuda indirectamente a sí mismo. Desde luego, el modelo es algo más complicado que esta simple explicación, pero abordaremos los pormenores cuando llegue el momento.Aunque transcurrieron más de diez años hasta que las consecuencias del trabajo de Hamilton fueron plenamente comprendidas, su modelo sobre el altruismo y las relaciones consanguíneas de parentesco le ganó el máximo laurel científico: una regla que lleva su nombre. Para la biología evolucionista, esa regla tuvo una influencia equivalente a las leyes de Newton en la física clásica.No obstante, jamás se ha hecho una crónica de ese descubrimiento ni de cómo cambió la vida de los que aportaron a él. Tampoco se ha explicado por qué el propio descubridor de la ley deseaba que la posición opuesta fuera la correcta. De todos modos, hay que empezar por el principio. Nuestra crónica sobre el parentesco consanguíneo y el comportamiento social comienza con el mismo personaje de todas las historias acerca de la evolución:
Charles Darwin.I. (Fragmento)UNA DIFICULTAD SINGULAR QUE PODIA RESULTAR FATALLas estrictas reglas de edición que deben cumplir los científicos de hoy no estorbaron a Charles Darwin cuando escribía El origen de las especies, a fines de la década de 1850. Podía permitirse vastas digresiones que a veces se transformaron en verdaderas expresiones del fluir de su conciencia. Esa libertad le permitió abordar temas que habría evitado en otras circunstancias. En particular, no temió afrontar los problemas vinculados con su teoría de la evolución por medio de la selección natural: a menudo se refirió a ellos extensamente.Todo este libro se refiere a uno de los problemas que se le presentaron a Darwin, surgido de una pequeña dificultad que planteaban las abejas. A primera vista, no parecía un escollo que pudiera hacer zozobrar una teoría caracterizada por muchos como la más importante formulada en la historia de la biología. No obstante, se transformó en un problema que preocupaba a los biólogos, fascinaba a los naturalistas, atraía a los escritores de divulgación científica y al público en general, y que incluso llegó a filtrarse en los debates políticos de los 145 años siguientes.Las abejas mieleras fueron introducidas en Gran Bretaña alrededor del año 45 d. C. En la época de Darwin, unos quinientos autores ya habían escrito acerca de ellas y de la apicultura. A comienzos del siglo XVIII, Inglaterra se había transformado en el primer productor mundial de productos derivados de la apicultura, como la miel y la cera, al punto que The philosophical transactions of the Royal Society of London tenía ya un importante archivo de artículos sobre la vida de las abejas. Es más, el público se había enamorado de esos insectos, especialmente cuando descubrió algunas de sus características más enigmáticas para la historia natural. Escritores entusiastas contaban que las obreras de la colmena alimentadas con “jalea real” se transformaban en reinas y que los mismos huevos producían machos si quedaban sin fertilizar, y hembras cuando eran fertilizados por el esperma de un zángano. En la práctica, el romance de los hombres de ciencia y el público con las abejas implicaba que no era posible pasarlas por alto en El origen de las especies. Por otra parte, Darwin “estaba deslumbrado con las abejas”, como dice su biógrafa, Janet Browne. Si había algún aspecto de la vida de las abejas que no se avenía a la teoría de la selección natural, Darwin entendía que había que afrontarlo plenamente para que su teoría fuera verosímil. Uno de esos problemas era la frecuente existencia de castas no reproductivas –es decir, estériles– en insectos tales como las abejas, las avispas y las hormigas. Las obreras integrantes de esas castas son auténticas altruistas. En primer lugar, no se reproducen y suministran todo tipo de recursos a las reinas, individuos de la especie que sí se reproducen. Esa única característica bastaría para calificarlas de altruistas, en el sentido de que pagan un costo individual para beneficiar a otros. Además, algunas de esas obreras estériles defienden la colmena sin cesar sacrificando, si es necesario, su propia vida.Semejante actitud también constituye un acto de altruismo, de suerte que las obreras estériles que también hacen de soldados en algún sentido son doblemente altruistas. Más aun: las abejas que desempeñan esas tareas no tienen la misma constitución física que otros miembros de la colmena; las diferencias de tamaño y de forma las hacen especialmente aptas para su misión altruista.Evidentemente, la existencia de insectos sociales estériles era un escollo para la teoría de la selección natural darwiniana, según la cual en las sucesivas generaciones sólo aumentaría la frecuencia de los rasgos favorables a la reproducción del individuo. La esterilidad y el rol suicida de las abejas que defendían la colmena eran, precisamente, rasgos que la selección natural no podríafavorecer, y Darwin lo sabía.
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